Esa mañana Francisco José
(J.) Moreno se sentía algo más cansado de lo habitual. Cruzó la calle y se
dirigió hacia uno de los bancos que el partido laborista había instalado
recientemente, justo antes de las elecciones municipales, en Parker's Piece. No
tuvo que levantar la cabeza para mirar al cielo que, como siempre, se
abalanzaba, pesado y gris, como siempre también, hacia los ojos tristes de los
que han residido más de cierto tiempo en Cambridge. Las nubes más oscuras que
se desplazaban, implacables, desde el horizonte de Francisco J. hacia detrás de
los edificios que quedaban a su espalda le hicieron plantearse por un segundo,
o quizás menos, el funcionamiento de las borrascas, y Francisco J. se sintió
avergonzado de no acordarse de qué era aquello del anticiclón de las Azores que
aprendió de pequeño en la escuela, de si su influencia era aplicable a las
islas británicas y de no haberles sacado más tajada a tantos años de
conversaciones sobre asuntos meteorológicos. Una vez sentado en el banco, alargó
el brazo para coger un periódico gratuito que alguien había dejado sobre una de
las flamantes nuevas papeleras, laboristas también, y se lo puso sobre las
piernas. Más que las noticias sensacionalistas sobre asesinos, violadores y
famosos borrachos, lo que le gustaba a Francisco J. de manosear el periódico
eran el tacto y el sonido del papel. Y eso era suficiente.
De repente, amenazando a
Francisco J. y su periódico gratuito, el cielo empezó a deshacerse en gotas
microscópicas. Francisco J. sacó entonces un pequeño paraguas de uno de los
bolsillos de su chaqueta y lo abrió con orgullo, consciente de sus grandes
reflejos, aunque rápidamente pasó a sentirse ridículo, allí sentado en un banco
que se iba impregnando de agua excepto en el espacio circular que quedaba por
debajo de su paraguas. Sin embargo, algo hizo a Francisco J. dejarse llevar,
cerrar los ojos, echar su cabeza hacia atrás y, poco a poco, dejar de sentir la
fuerza de las palpitaciones de su corazón. Fue entonces cuando un golpe de
viento se llevó el paraguas y cuatro páginas del periódico gratuito. Y allí, en
aquel círculo de banco cada vez más indefinido, se quedó, en el sentido más
romántico del verbo "quedarse", Francisco J.