Y
nuestros cuerpos se tocaron. Al principio me puse nervioso, pero después de dos
segundos me dí cuenta de lo agradable que era percibir su temperatura a través
de la ropa y me tranquilicé. Para reprimir la ansiedad que me suponía el recordar que hacía lustros que
llevaba, inexplicablemente, evitando cualquier contacto físico, decidí cerrar los ojos y dejarme transportar por los
movimientos de su barriguilla, que a su vez seguían el ritmo de su respiración. Como
había leído en algún sitio, si no fuese por la influencia de los medios de
comunicación, que nos bombardean con imágenes de figuras esculturales,
disfrutaríamos más del juego que dan los cuerpos blanditos. Sí, también pensé
eso durante un instante. En el instante siguiente él pareció sentirse incómodo
y pasó su brazo, que había quedado aprisionado entre su barriguilla y mi
jersey, por encima de mi hombro, buscando un agarre inexistente. Finalmente me
cogió del brazo. Lo miré y él me sonrió con complicidad. Casi con total
seguridad estábamos pensando lo mismo. Hay situaciones en las cuales, no sé si
por “instinto”, todos los humanos reaccionamos de la misma manera. Se puso
rojo. Le dije que no se preocupase. Y automáticamente desviamos nuestras
miradas hacia otras direcciones. Obviamente, todavía no teníamos la confianza
suficiente como para aguantarnos la mirada más de unos segundos. Eso lleva
semanas. O más. Sobre todo para la gente asocial como yo. Después olí su pelo.
La verdad es que no olía a champú. Recordé lo que mi madre decía sobre lo malo
que es lavarse el pelo todos los días y asumí que él le había hecho más caso a
su madre que yo a la mía. Me reí. Él me miró y se rió también, pero esta vez
casi con total seguridad no estábamos pensando lo mismo. ¿O sí? Probablemente
no, porque su nariz quedaba bastante lejos de mi pelo. Es igual. El caso es que de repente me
agobié. Y él se percató, supongo que por mi careto, que es demasiado expresivo.
Todo el mundo lo dice. Por suerte, ya habíamos llegado
a Ríos Rosas, según la señora de voz neutra de la megafonía. Se bajaron como trece personas de golpe, con
cuidado de no introducir el pie entre coche y andén, aunque Ríos Rosas no está
en curva. Y en un abrir y cerrar de ojos, todos los individuos que permanecimos
en el vagón nos redistribuimos según las leyes de la entropía. Y nuestros
cuerpos dejaron de tocarse.
miércoles, 20 de noviembre de 2013
sábado, 16 de noviembre de 2013
Boston
Escrito en Boston una noche de la segunda quincena
de marzo de 2012 (soy malísimo para las fechas)
Aquí me
encuentro, en un restaurante de comida rápida, dejándome recomendar por el
adolescente americano que me atiende y pidiendo un sándwich de pavo y
alcachofas. Estoy inspirado. Quizá estaba predispuesto a ello, habiendo
decidido salir con prisas de lo que yo llamo (sensacionalistamente hablando) mi
“office” de Harvard, coger un autobús (el 66) y parar en Coolidge Corner para
ver “Chico y Rita”. Pero no ha sido esto lo que me ha inspirado, ni siquiera el
teatro donde la he visto o la zona (muy bonita) donde éste se encuentra, sino
una combinación de sensaciones físicas derivadas de la buena temperatura que
hace estos días en Boston. Y es que me doy cuenta de lo importante que es el
calor para mí (en lo que a psicología se refiere). El calor hace que los olores
se huelan más, la luz hace que los colores se vean más. Y me siento libre, como
el resto de la gente con la que me cruzo por la calle. Y uno empieza a pensar
que podría caminar toda la noche, perderse, olvidarse de todo, sin que pasara
absolutamente nada.
martes, 12 de noviembre de 2013
Mi abuelo y el barrio chino de Barcelona
Dice mi
abuelo que en el barrio chino de Barcelona hay tiendas muy raras. Que por
ejemplo, si a tu muñeca se le rompe un brazo puedes encontrarle recambio allí.
Según mi abuelo, el barrio chino está muy bien para pasar el rato, pero hay que
andar con cuidado ya que a él una vez le robaron la pluma. “Amigo, te compro
esa pluma que llevas ahí”, rememora mi abuelo señalándose el bolsillo de la
camisa. “No, hombre, no la vendo. La necesito yo.” “Pues mira lo que te digo. Cuando
salí del barrio ya no llevaba la pluma. Hay que ver lo bien que lo hacen, es
que no te das ni cuenta”. Y se ríe. Otra de las veces estuvo a punto de que se
la colaran los trileros. “¿No los has visto nunca? Es increíble cómo mueven la
bola de rápido. Y claro, encima utilizan un gancho y te atrapan”. “Yo sabía
dónde estaba la bola...¿o era una piedra?...”, duda mi abuelo por un segundo. “El
caso es que iba a echarles unas monedas pero uno que me estaba viendo me dijo:
eh, tú, que te llaman por allí”... “ni se te ocurra”. “Y luego nos fuimos a
tomarnos un café para disimular”, concluye con mueca de “es lógico”. Todo esto
pasa en el barrio chino de Barcelona, según mi abuelo.
sábado, 2 de noviembre de 2013
Buscando la humillación
Ayer por la noche, cuando volvía de malgastar
dos horas de mi vida dando vueltas por la ciudad, y buscando una especie de
lapidación personal que me empujase aún más al negativismo absoluto, decidí
jugar a un juego. Mientras caminaba, miraría a los ojos a todas las personas
con las que me cruzase y contaría cuántas me devolvían la mirada y cuántas
pasaban de mi careto. 0-1, 0-2, 0-3 … Cuando la cosa estaba 0-9 y ya buscaba
que la goleada fuera aún mayor, con esa especie de sadismo de aficionado de
equipo de fútbol que busca justificar su enfado y sus ansias de cambio con la
excusa de la propia humillación, resulta que me miró una chica. Solo fueron unos
segundos, pero me penetró de tal manera, como si hubiese querido preguntarme
“¿qué coño te pasa, criatura?”, que no me quedó otra que sonreírle. Por
supuesto, decidí terminar el juego.
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