miércoles, 20 de noviembre de 2013

Romanticismo forzoso



Y nuestros cuerpos se tocaron. Al principio me puse nervioso, pero después de dos segundos me dí cuenta de lo agradable que era percibir su temperatura a través de la ropa y me tranquilicé. Para reprimir la ansiedad que me suponía el recordar que hacía lustros que llevaba, inexplicablemente, evitando cualquier contacto físico, decidí cerrar los ojos y dejarme transportar por los movimientos de su barriguilla, que  a su vez seguían el ritmo de su respiración. Como había leído en algún sitio, si no fuese por la influencia de los medios de comunicación, que nos bombardean con imágenes de figuras esculturales, disfrutaríamos más del juego que dan los cuerpos blanditos. Sí, también pensé eso durante un instante. En el instante siguiente él pareció sentirse incómodo y pasó su brazo, que había quedado aprisionado entre su barriguilla y mi jersey, por encima de mi hombro, buscando un agarre inexistente. Finalmente me cogió del brazo. Lo miré y él me sonrió con complicidad. Casi con total seguridad estábamos pensando lo mismo. Hay situaciones en las cuales, no sé si por “instinto”, todos los humanos reaccionamos de la misma manera. Se puso rojo. Le dije que no se preocupase. Y automáticamente desviamos nuestras miradas hacia otras direcciones. Obviamente, todavía no teníamos la confianza suficiente como para aguantarnos la mirada más de unos segundos. Eso lleva semanas. O más. Sobre todo para la gente asocial como yo. Después olí su pelo. La verdad es que no olía a champú. Recordé lo que mi madre decía sobre lo malo que es lavarse el pelo todos los días y asumí que él le había hecho más caso a su madre que yo a la mía. Me reí. Él me miró y se rió también, pero esta vez casi con total seguridad no estábamos pensando lo mismo. ¿O sí? Probablemente no, porque su nariz quedaba bastante lejos de mi pelo. Es igual. El caso es que de repente me agobié. Y él se percató, supongo que por mi careto, que es demasiado expresivo. Todo el mundo lo dice. Por suerte, ya habíamos llegado a Ríos Rosas, según la señora de voz neutra de la megafonía. Se bajaron como trece personas de golpe, con cuidado de no introducir el pie entre coche y andén, aunque Ríos Rosas no está en curva. Y en un abrir y cerrar de ojos, todos los individuos que permanecimos en el vagón nos redistribuimos según las leyes de la entropía. Y nuestros cuerpos dejaron de tocarse.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Boston


Escrito en Boston una noche de la segunda quincena de marzo de 2012 (soy malísimo para las fechas)

Aquí me encuentro, en un restaurante de comida rápida, dejándome recomendar por el adolescente americano que me atiende y pidiendo un sándwich de pavo y alcachofas. Estoy inspirado. Quizá estaba predispuesto a ello, habiendo decidido salir con prisas de lo que yo llamo (sensacionalistamente hablando) mi “office” de Harvard, coger un autobús (el 66) y parar en Coolidge Corner para ver “Chico y Rita”. Pero no ha sido esto lo que me ha inspirado, ni siquiera el teatro donde la he visto o la zona (muy bonita) donde éste se encuentra, sino una combinación de sensaciones físicas derivadas de la buena temperatura que hace estos días en Boston. Y es que me doy cuenta de lo importante que es el calor para mí (en lo que a psicología se refiere). El calor hace que los olores se huelan más, la luz hace que los colores se vean más. Y me siento libre, como el resto de la gente con la que me cruzo por la calle. Y uno empieza a pensar que podría caminar toda la noche, perderse, olvidarse de todo, sin que pasara absolutamente nada.

martes, 12 de noviembre de 2013

Mi abuelo y el barrio chino de Barcelona


Dice mi abuelo que en el barrio chino de Barcelona hay tiendas muy raras. Que por ejemplo, si a tu muñeca se le rompe un brazo puedes encontrarle recambio allí. Según mi abuelo, el barrio chino está muy bien para pasar el rato, pero hay que andar con cuidado ya que a él una vez le robaron la pluma. “Amigo, te compro esa pluma que llevas ahí”, rememora mi abuelo señalándose el bolsillo de la camisa. “No, hombre, no la vendo. La necesito yo.” “Pues mira lo que te digo. Cuando salí del barrio ya no llevaba la pluma. Hay que ver lo bien que lo hacen, es que no te das ni cuenta”. Y se ríe. Otra de las veces estuvo a punto de que se la colaran los trileros. “¿No los has visto nunca? Es increíble cómo mueven la bola de rápido. Y claro, encima utilizan un gancho y te atrapan”. “Yo sabía dónde estaba la bola...¿o era una piedra?...”, duda mi abuelo por un segundo. “El caso es que iba a echarles unas monedas pero uno que me estaba viendo me dijo: eh, tú, que te llaman por allí”... “ni se te ocurra”. “Y luego nos fuimos a tomarnos un café para disimular”, concluye con mueca de “es lógico”. Todo esto pasa en el barrio chino de Barcelona, según mi abuelo.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Buscando la humillación



Ayer por la noche, cuando volvía de malgastar dos horas de mi vida dando vueltas por la ciudad, y buscando una especie de lapidación personal que me empujase aún más al negativismo absoluto, decidí jugar a un juego. Mientras caminaba, miraría a los ojos a todas las personas con las que me cruzase y contaría cuántas me devolvían la mirada y cuántas pasaban de mi careto. 0-1, 0-2, 0-3 … Cuando la cosa estaba 0-9 y ya buscaba que la goleada fuera aún mayor, con esa especie de sadismo de aficionado de equipo de fútbol que busca justificar su enfado y sus ansias de cambio con la excusa de la propia humillación, resulta que me miró una chica. Solo fueron unos segundos, pero me penetró de tal manera, como si hubiese querido preguntarme “¿qué coño te pasa, criatura?”, que no me quedó otra que sonreírle. Por supuesto, decidí terminar el juego.