Y
nuestros cuerpos se tocaron. Al principio me puse nervioso, pero después de dos
segundos me dí cuenta de lo agradable que era percibir su temperatura a través
de la ropa y me tranquilicé. Para reprimir la ansiedad que me suponía el recordar que hacía lustros que
llevaba, inexplicablemente, evitando cualquier contacto físico, decidí cerrar los ojos y dejarme transportar por los
movimientos de su barriguilla, que a su vez seguían el ritmo de su respiración. Como
había leído en algún sitio, si no fuese por la influencia de los medios de
comunicación, que nos bombardean con imágenes de figuras esculturales,
disfrutaríamos más del juego que dan los cuerpos blanditos. Sí, también pensé
eso durante un instante. En el instante siguiente él pareció sentirse incómodo
y pasó su brazo, que había quedado aprisionado entre su barriguilla y mi
jersey, por encima de mi hombro, buscando un agarre inexistente. Finalmente me
cogió del brazo. Lo miré y él me sonrió con complicidad. Casi con total
seguridad estábamos pensando lo mismo. Hay situaciones en las cuales, no sé si
por “instinto”, todos los humanos reaccionamos de la misma manera. Se puso
rojo. Le dije que no se preocupase. Y automáticamente desviamos nuestras
miradas hacia otras direcciones. Obviamente, todavía no teníamos la confianza
suficiente como para aguantarnos la mirada más de unos segundos. Eso lleva
semanas. O más. Sobre todo para la gente asocial como yo. Después olí su pelo.
La verdad es que no olía a champú. Recordé lo que mi madre decía sobre lo malo
que es lavarse el pelo todos los días y asumí que él le había hecho más caso a
su madre que yo a la mía. Me reí. Él me miró y se rió también, pero esta vez
casi con total seguridad no estábamos pensando lo mismo. ¿O sí? Probablemente
no, porque su nariz quedaba bastante lejos de mi pelo. Es igual. El caso es que de repente me
agobié. Y él se percató, supongo que por mi careto, que es demasiado expresivo.
Todo el mundo lo dice. Por suerte, ya habíamos llegado
a Ríos Rosas, según la señora de voz neutra de la megafonía. Se bajaron como trece personas de golpe, con
cuidado de no introducir el pie entre coche y andén, aunque Ríos Rosas no está
en curva. Y en un abrir y cerrar de ojos, todos los individuos que permanecimos
en el vagón nos redistribuimos según las leyes de la entropía. Y nuestros
cuerpos dejaron de tocarse.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEscribe usté que da muncho gusto de leerle, señor Agapito.
ResponderEliminarOh, ¡qué emoción! Mi primer comentario, que encima es adulador y viene de Jacinto.
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